sábado, 25 de octubre de 2008

Los malos pensamientos

Envidia, traición, alegría por el mal ajeno... Tenemos un lado oscuro que mantenemos oculto por la vergüenza que nos produce y para no hacer daño a los demás.

Pierre es un escritor de mediana edad y escaso éxito, autor de dos libros que han pasado con más pena que gloria y de un tercero recién publicado que va por el mismo camino. Por un azar, un editor conocido y poderoso lee la novela, le gusta y comienza a adular a Pierre, cuya cabeza se ve asaltada por ambiciones insospechadas. Lo primero que piensa es en traicionar a su editora de siempre, que es su amiga más fiel y la persona que lo ha apoyado en sus momentos más bajos. Esta situación es parte del argumento de una película actualmente en cartel, la francesa Como una imagen, pero podría ser real y refleja muy bien la contradicción que todos vivimos alguna vez entre los principios que supuestamente deben regir nuestra vida y esos malos pensamientos e ideas negativas contra los demás que nos rondan por la mente y nos dan vergüenza de nosotros mismos.

“¿Envidia yo? Pero sí nunca he sido envidioso”

Porque ¿quién no ha sentido alguna vez envidia de un compañero de clase más guapo y con más éxito en los estudios? ¿Qué hombre o mujer no ha tenido deseos de engañar a su pareja? ¿Quién no ha tenido alguna vez celos por el ascenso profesional de un colega y le ha deseado lo peor o ha disfrutado maliciosamente con el fracaso de un conocido? Lo raro es que reconozcamos estos sentimientos ante los demás, porque la vergüenza que nos producen hace que los mantengamos en secreto. Y es que no estamos dispuestos a aceptarlos como propios, porque para nuestro yo ideal, ése que está en sintonía con la imagen que queremos proyectar, no es admisible tener envidia, celos o ganas de fastidiar a alguien; son cosas vergonzantes que nos pueden hacen aparecer como ridículos, débiles o malvados ante la mirada ajena. Por eso los malos pensamientos sólo afloran en momentos de máxima tensión, cuando el inconsciente emerge de forma automática, sin que podamos evitarlo. De todas las ideas negativas que rondan nuestra mente, ninguna nos avergüenza más que la envidia. Es el sentimiento con peor reputación y más duro de admitir, porque hacerlo significa declarar que uno se siente inferior y celoso del éxito de los demás. El filósofo español del siglo XVI Luis Vives calificaba la envidia como una especie de encogimiento del espíritu a causa del bien ajeno. Es el estigma de Caín, algo socialmente inaceptable que nos hace sentir especialmente culpables cuando el objeto de nuestra envidia es un familiar o un amigo cercano.

La comparación hace que nos sintamos fracasados

Y esto no es una contradicción sino algo consustancial al sentimiento de la envidia, que normalmente nace de la comparación con las personas que consideramos que están en un nivel similar al nuestro. Normalmente no envidiamos que Almodóvar gane el Oscar o que Alejandro Sanz venda muchos discos, pero sí que a nuestro compañero de trabajo le asciendan o que nuestro hermano reciba todos los elogios, porque su éxito significa de alguna manera nuestro fracaso, dado que partimos en igualdad de condiciones. Además, el hecho de no alegrarnos de su triunfo, como supuestamente debería suceder, nos hace avergonzarnos de nuestro egoísmo. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino cree que no se envidia lo que posee el envidiado, sino la imagen que éste proyecta como poseedor del bien. La envidia revela una deficiencia de la persona que la experimenta; la tristeza del envidioso no está provocada por una pérdida, sino por un fracaso: el de no haber logrado lo que el otro sí ha logrado.

“En la oficina, antes muerta que simpática”

En los centros de trabajo son frecuentes los celos y envidias hacia aquéllos que tienen habilidades que descuellan por encima de los compañeros. Según el psicólogo chileno Antonio Mladinic, la llegada de un empleado brillante a la empresa suele provocar en los demás la sensación de que ellos están perdiendo valor. A veces los nuevos son recibidos con frialdad por su equipo, que alimenta todo tipo de rumores maliciosos hacia ellos. Sin embargo, no siempre la envidia es un pensamiento negativo. Para Elena Borges, psicóloga clínica y educativa de Madrid, “todo depende de cómo se canalice. Si envidio a una compañera y trato de emularla para superarme yo sin que mi conducta la perjudique, no es malo. En ese caso la envidia actúa como un motor positivo para mejorar nuestra posición y nuestras expectativas vitales”. Según esta experta, “es básico tener autoestima y una escala de valores equilibrada; si eres coherente con ella y sabes separar la realidad del deseo, no harás daño a los demás ni a ti mismo”. También cree que es normal sentir vergüenza o culpabilidad por albergar pensamientos negativos hacia los otros: “la culpa funciona como mecanismo de defensa. Lo malo sería tener ideas maliciosas y no sentir culpa por ello. Pero si uno se ve dominado por la envidia hacia un colega o un amigo y se da cuenta y trata de reconducir sus sentimientos negativos para que no le afecten tanto, habrá crecido como persona”.

¡Qué risa! Te has roto la cabeza
Todos nos reímos casi inevitablemente cuando vemos a alguien caerse, aunque el trompazo sea de los que duelen, pero no hay nada malicioso en ello, según la psicóloga italiana Valentina D’Urso, de la Universidad de Padua: “Es una reacción infantil que permanece en los adultos y está ligada a la comicidad que provoca la ruptura del equilibrio. Los niños, cuando juegan a construir una torre, la hacen caer y se tronchan”. Para el escritor y pensador chileno Alejandro Jodorowsky, la carcajada que se nos escapa sin querer cuando alguien se da un porrazo tiene un efecto terapéutico: “Al reírnos nos desprendemos de lo que nos duele o tortura. La risa crea una distancia con nuestros propios conflictos y libera los nudos. Es como el estornudo, rápido y liberador”.


“Me pone malo que se lleve bien con su ex novio”

Todo lo que hemos mencionado sobre la envidia se puede decir de los celos, que también nos producen vergüenza. No siempre reconocemos a nuestra pareja que estamos celosos de uno de sus ex, por ejemplo, a pesar de que es un sentimiento muy habitual. Según el filósofo José Antonio Marina, los celos no nos cuentan una historia de amor, sino de posesión e inseguridad, una inseguridad que es resultado de una imagen depreciada de uno mismo. Esta baja autoestima nos lleva a veces a alegrarnos de las desgracias ajenas, otro pensamiento “malo” que a todos nos ronda alguna vez. El fracaso académico de un compañero, la derrota del equipo rival, el que un triunfador o un famoso caiga en desgracia y vaya a la cárcel son situaciones que proporcionan a algunas personas un placer malévolo. Los alemanes definen este sentimiento de disfrutar con los males ajenos con la palabra schadenfreude. Es una alegría que no surge de una lucha directa, de haber derrotado a alguien en competencia abierta o franca, sino de contemplar como espectadores pasivos el fracaso de los demás; gozamos sin sentirnos responsables, porque el mal ajeno se ha producido sin intervención propia.

“¡Cómo mola que el más listo se quede sin carrera!”

A veces experimentamos schadenfreude con alguien con quien hemos tenido alguna confrontación en el pasado y a quien nos alegra ver pasarlo mal porque eso hace que nos sintamos resarcidos. En el fondo se trata de un complejo de inferioridad. De hecho la schadenfreude suele enfocarse hacia personas a las que envidiamos, según el psicólogo norteamericano Richard Smith, que realizó un experimento al respecto en la Universidad de Kentucky. Los alumnos elegidos como cobayas tenían que ver una película en la cual dos jóvenes, uno mediocre y otro talentoso, se veían obligados a dejar los estudios por circunstancias ajenas a su voluntad. Pues bien, la mala suerte del chico brillante era lo que proporcionaba más satisfacción a los espectadores, que se sentían envidiosos de su talento. También la familia es en ocasiones un caldo de cultivo de malos pensamientos. ¿Quién no se ha sentido alguna vez hasta el gorro de sus hijos o su pareja y con ganas de mandarles al cuerno o ha buscado excusas –“tengo mucho trabajo”– para alejarse del hogar antes de atreverse a confesar su hastío? ¿Qué padre o madre reconoce abiertamente que tiene predilección por uno de sus hijos en detrimento de los otros? El favoritismo constituye uno de los tabúes familiares más antiguos. A veces se quiere más al más frágil o al que tiene más problemas; otras veces al más pequeño o al mayor o al chico antes que la chica o viceversa, o al que más se parece a nosotros. Sin embargo, no se pueden calificar estos impulsos de malos pensamientos salvo que verdaderamente se actúe con inquina hacia alguno de los hijos, porque inevitablemente todos los padres experimentan distintos sentimientos por cada uno de ellos –es humano–, por más que supuestamente deban querer a todos por igual. Tampoco es correcto querer que alguien se muera, pero a todos nos ha pasado por la cabeza y en ciertas circunstancias puede ser socialmente aceptable. La psicóloga Elena Borges cree que “no es malicioso desear la muerte de alguien, aunque sea un familiar querido y cercano, si es para aliviar su sufrimiento y el nuestro propio”. De hecho quien tiene que ocuparse de un enfermo incurable espera un rápido desenlace para poder recuperar su vida normal, aunque cuando se produzca el fallecimiento seguramente dirá con hipocresía que ha sido un alivio “sobre todo para el difunto”. Reconocer que ha sido bueno para nosotros puede parecer egoísta.

“Cuando te des la vuelta, me voy a poner las botas”

¿Y qué decir de las fantasías sexuales? Casi todo el mundo traiciona alguna vez a su pareja con el pensamiento y le pone los cuernos virtuales imaginando aventuras con amigos, colegas, ex novios, famosos, desconocidos o vecinos. Pocos lo admiten pero las estadísticas resultan demoledoras. Según una investigación de la Universidad de Vermont (EE UU), el 98 por 100 de los hombres y el 80 por 100 de las mujeres tiene fantasías sexuales con personas distintas a su pareja. Una aventura con un ex constituye el 34 por 100 de las fantasías femeninas y el 22 por 100 de las masculinas. En España, según la encuesta de 2004 de la marca de condones Durex, el 54 por 100 de las personas encuestadas ha fantaseado con un amigo/a; el 20 por 100 de los hombres ha soñado con una relación sexual con la madre de un amigo/a y un 15 por 100 de las mujeres ha tenido pensamientos eróticos con una amiga. Otro estudio reciente realizado en Londres revela que el 90 por 100 de las mujeres británicas ha pensado en ser infiel a su pareja.

Mejor que los cuernos sigan siendo virtuales

En general, estos pensamientos calenturientos suelen llevarse en secreto. Los cuernos virtuales y sueños eróticos permanecen ocultos en nuestro interior y raramente los damos a conocer. Nos frena la vergüenza, el sentimiento de culpa o el miedo a las consecuencias y a que la relación con nuestra pareja se resienta, pero también nuestra propia autocensura, una especie de mala conciencia de que nuestros verdaderos deseos no coincidan con los valores morales o la línea de conducta que supuestamente debemos seguir. ¿Pero realmente, pueden considerarse los pensamientos sobre sexo malos pensamientos? Es mala la crueldad, el deseo de destruir o aniquilar psicológicamente a alguien, la insensibilidad ante el dolor ajeno –cualquier ser humano estaría de acuerdo en eso–, pero el sexo... Sí lo es para la doctrina de la Iglesia católica, que considera que la relación sexual sólo es admisible cuando se da dentro del matrimonio y está destinada a la procreación, pero cada vez se extiende más la idea de que el sexo es bueno siempre que se practique entre adultos, de forma libremente consentida y sin daño para otros. Para Elena Borges, tener fantasías sexuales es algo absolutamente sano y normal: “todos miramos a los hombres o a las mujeres, según la orientación sexual de cada uno, cuando vamos por la calle. El deseo es natural y humano y nadie debe sentirse culpable por ello. El problema puede surgir si lo exteriorizamos o tratamos de llevarlo a la realidad, por lo que pueda afectar a nuestra relación de pareja. Todo depende del grado de compromiso que tengamos con ella, porque lo más seguro es que confesarle las infidelidades, aunque no pasen del plano imaginario, le va a hecer daño”. Y es que las fantasías eróticas cumplen su función afrodisíaca, pero no siempre deseamos ponerlas en práctica; contárselas a nuestra pareja puede hacerle creer que se trata de una traición real y producirle celos innecesarios. ¿Se pueden parar los malos pensamientos? Para el psicoanalista junguiano Murray Stein, “somos en un elevado tanto por ciento títeres del inconsciente, del instinto. Y el instinto es pulsión, corresponde al nivel somático de la psique, donde se accionan el hambre y la sexualidad. El instinto puede ser filtrado por la voluntad, pero nunca controlado del todo”. Sin embargo, casi todas las religiones y doctrinas morales usan técnicas para frenar los pensamientos negativos. El creyente trata de protegerse mediante la oración, a base de repetir jaculatorias que le ayuden a alejar de su mente las ideas pecaminosas; en el yoga se recurre a la meditación, cuyo objetivo es alcanzar un estado de relajación mental y corporal a través de la fijación de ideas relacionadas con una imagen abstracta, un objeto o una palabra que aisle la mente de los miedos y los pensamientos negativos.

Aprendiendo a canalizar nuestros sentimientos

Entonces, ¿somos malos por tener envidia, celos, deseos de infidelidad o manía a un familiar? No, en el fondo, más que de pensamientos estamos hablando de sentimientos y los sentimientos emergen aunque se contradigan con nuestros principios éticos y nuestra conducta. Para José Antonio Marina, todas las culturas, morales y religiones “han evaluado los sentimientos, considerando que unos eran buenos y otros malos, proclamando que había que fomentar unos y prohibir los otros. Pero, ¿por qué malos si son involuntarios? Si yo no elijo mi amor, ni mi odio, ni mis miedos, ni mis alegrías, ¿tiene algún sentido someterlos a evaluación moral?”. La tensión entre las pulsiones y las ideas produce una sensación contradictoria pero necesaria a juicio de este filósofo. Saber conciliar ambas realidades es clave. Está bien que los malos pensamientos permanezcan secretos; aunque no podamos dominarlos del todo, sí podemos dirigir nuestros actos para construir con ellos nuevos hábitos más positivos para nosotros y nuestro entorno.

Luis Otero
Revista MUY 284 | Enero 2005

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